En el consultorio de mi psiquiatra está prohibido salir al balcón. Me lo comentó su secretaria mientras me asignaba el turno para el próximo mes. "Hay pacientes peligrosos, suicidas... Una vez me llamaron la atención porque alguien salió a fumar y yo no me di cuenta", me contó con total confianza. Evidentemente, ella está convencida de que yo no soy ese tipo de paciente.
Mientras guardaba la receta del antidepresivo en mi bolso, me pregunté quién podía ser tan estúpido como para intentar matarse saltando al vacío desde un segundo piso. Me reí internamente, pues la prohibición me pareció absurda. Aunque no me molestaba, porque yo no fumo.
Salí del edificio envuelta en pensamientos irónicos y creo que caminé dos cuadras antes de darme cuenta de que estaba racionalizando una situación que, en realidad, no tenía nada de racional.
El mero hecho de que una persona quiera acabar con su vida implica que ésta ha perdido la razón. ¿Cómo podría reconocer la distancia entre el balcón y la vereda? ¿Cómo? Si ha perdido todo tipo de perspectiva y eso la ha llevado a creer que sus problemas no tienen solución.
Sentí pena y compasión por esos pacientes peligrosos y suicidas. Me acordé de que yo también, alguna vez, perdí la perspectiva.
Seguí caminando y, antes de cruzar la avenida, me pregunté por qué una mujer tan racional como yo había terminado, nuevamente, en el consultorio de un psiquiatra.
La respuesta fue sencilla: No he perdido la razón, he perdido la esperanza.
Pero la estoy buscando y sé que voy a recuperarla.
"El grito ", de Edvard Munch.